"Tuve dos experiencias que marcaron toda mi vida y me conmocionaron hasta el fondo. La primera fue la exposición francesa en Moscú y la segunda una representación de Lohengrin dirigida por Wagner en el Teatro Imperial. Yo sólo conocía el arte realista, casi exclusivamente el ruso; a menudo me quedaba largo rato contemplando la mano de Franz Liszt en el retrato de Repin y cosas por el estilo. De pronto vi por primera vez un cuadro. El catálogo me aclaró que se trataba de un montón de heno. Me molestó no haberlo reconocido. Además me parecía que el pintor no tenía ningún derecho a pintar de una manera tan imprecisa. Sentía oscuramente que el cuadro no tenía objeto y notaba asombrado y confuso que no sólo me cautivaba, sino que se fijaba indeleblemente en mi memoria y que flotaba, siempre inesperadamente, hasta el último detalle ante mis ojos. Todo esto no estaba muy claro y yo era incapaz de sacar las consecuencias simples de esta experiencia. Sin embargo comprendí con toda claridad la fuerza insospechada, hasta entonces escondida, de los colores, que iba más allá de todos mis sueños. De pronto la pintura era una fuerza maravillosa y magnífica. Al mismo tiempo - e inevitablemente- se desacreditó por completo el objeto como elemento necesario del cuadro..."
Vasili Kandinsky. De lo espiritual en el arte.
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